Yo le escribí
‘Primavera’ a alguien que nunca me trajo flores, un día me dio unas hojas y me
dijo que así era mejor. Menos mal que nunca me dio semillas porque jamás
hubiésemos conseguido hacer crecer nada juntos, y qué culpa tienen las flores.
Lo llamé primavera
porque consiguió que hiciese calor un invierno en el que pasé mucho frío, el
problema es que si seguimos con la metáfora
llegará un punto en el que diré que él no había florecido, y no era mi
intención llamarlo capullo.
Él era un niño
inseguro y azul lleno de dudas, y yo quería amarlo porque creía tener la
certeza de que algún día sería la suya, de que algún día vendría a tiempo y me
diría que sabía que yo, que no tenía ni idea del resto, pero a mí me veía
clara.
Así que me colgué
de su espalda y tuvimos una casa a la que nunca pudimos llamar ‘hogar’, nos
pasamos tardes enteras en el parque jugando a que nos queríamos e hice de su
barba mi lugar favorito.
Un día el mar nos
vio querernos y no dejé de ser una niña para hacerme mayor.
Un día no lo había
visto desde aquel banco y le dije que ya no quería verlo más.
Vinieron después
muchos días en los que deseé volver, vinieron incluso más en los que me alegré
de no haberlo hecho.
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